Vistas de página en total

miércoles, 8 de junio de 2022

Cuento: Luciana

Sus miradas se cruzaron por primera vez cuando ella iba camino arriba y él venía de regreso. Era una mañana tibia de otoño ¡cómo olvidarlo!


Vicente le hizo un gesto y ella no se lo devolvió. Su rostro era severo, casi marcial, una máscara para evitar malos entendidos.


Luciana lo había visto antes, a lo lejos, o cruzándose cuando salía con amigas y él con una mujer que seguramente era su esposa. O solo, como se había vuelto costumbre las últimas veces. Fijó la hermosa sonrisa de aquel hombre con la música que escuchaba, con los colores de la mañana y el sol que aparecía detrás de los montes. La mañana era fresca y las palmeras y los molles se movían al son de una suave brisa, las casas y sus jardines delimitaban el camino sinuoso que terminaba en un parque tapizado de orquídeas, crisantemos, hortensias y claveles. Se detuvo, tomó aire, miró su reloj, cambió la música, dio media vuelta y regresó.


Al día siguiente se volvieron a cruzar. Un poco más arriba. Luciana guardó la imagen de su cuerpo cuando lo vio de lejos. Ahora lo evitó llevando su vista a las manos. Él quedó atrapado en sus ojos verdes y en el dije de brillantes con forma de libélula que abrazaba su cuello.


El miércoles pasaron más cerca, casi rozándose, cuando Vicente se tropezó por un desnivel del pavimento. Ella  aprovechó de mirar sus piernas y la forma en la que se tensaban para recuperar el equilibrio. Llevaba una barba de tres días, algunas canas y un par de arrugas que le daban carácter ambiguo. Tentó una edad mientras lo dejaba atrás: cuarenta, casi cincuenta, pensó y enarcó una sonrisa.


El jueves fue la primera vez que le devolvió el saludo con un movimiento de cabeza, allí guardó su imagen completa, siempre bajando del cerro, con el día aclarando, la brisa cada vez más fresca y los colores más vivos. Vicente avanzó unos metros y volteó esperando como un adolescente que ella hiciera lo mismo, pero no tuvo suerte.


El viernes se saludaron. Vicente notó un breve cambio, ¿más dulce? Guardó su rostro de ángulos marcados, su cabello castaño recogido en un moño, su cuerpo sinuoso y atrapado en la malla de deporte, sus piernas bien formadas que acababan en unos pies protegidos por unas zapatillas negras.


Avanzaron los días, se cruzaban, inclinaban sus cabezas, se sonreían. Ella parecía más radiante, más cercana, más coqueta. Su aroma era como una estela que Vicente procuraba embeber. Luciana se despertaba con la ilusión de verlo apenas abría sus ojos, él se despedía de sus niños que aún dormían.


Un sábado de primavera, Vicente salió más tarde, eran las once. El día estaba tibio, los primeros calores de la temporada, pensó, y se detuvo en un pequeño restaurante con terraza que daba a uno de los parques que poblaban el barrio para calmar su sed. Levantó la vista para pedir una cerveza. La sombra de un enorme y viejo ficus le dio la tranquilidad que necesitaba para calmar su agitación. Vicente imaginó el día por venir, el almuerzo familiar, la ida al cine por la noche. Tomó un trago, sintió el amargor bajar por su garganta y la calma que tranquilizó su mente. Pensó en el trabajo, en la lectura pendiente, en el curso que debía terminar, en el domingo, en sus hijos.


Luciana aprovechó esa mañana para estirar un poco las piernas. Pensó en cuánto faltaba para el lunes. La vida es eterna en cinco minutos, murmuró mientras masajeaba una crema por su cuello y roceaba sus muñecas con perfume. Salió sin dar explicaciones, solo avisó que regresaría a la hora de almuerzo.


Sus miradas se cruzaron el sábado a medio día. No había casi nadie, solo un grupo de ciclistas que conversaba animadamente y los meseros que arreglaban las mesas. Ella cruzó la calle entre el juego de luz y sombra de las ramas con el sol que techaban la esquina. Se sonrieron como se sonríen dos conocidos que se encuentran en un paraje extraño. Vicente se puso de pie, ella fue donde él. Sus corazones palpitaron más fuerte. Ella pensó en el destino, él en la coincidencia. Se saludaron como dos adultos que han olvidado muchas cosas. Se quedaron de pie, en silencio. Él se presentó como Vicente, ella como Luciana. A Vicente le gustó su nombre, a ella también.


Vicente le ofreció algo de tomar, una botella de agua o una cerveza, quizás. Ella aceptó. Conversaron sobre su rutina diaria, de la hora en la que salían, de la coincidencia de que se encontraran siempre, del recorrido que cada uno hacía, de donde vivían y de muchas cosas de la que se arrimaban para estirar más el momento.


- Si sumamos todos los días, digamos, los que suman los cinco días de la semana por cinco meses por un minuto, nuestra relación suma casi dos horas.


- Casi dos horas sin decirnos nada – dijo ella.


- El silencio otorga, decía mi madre.


Luciana sintió ruborizarse. Vicente estaba en lo cierto ¿Qué sentiría él?, se preguntó ¿Estaría como ella, como una adolescente que no conoce el amor? Quería preguntarle tantas cosas, saber si tenía una vida como la de ella, en un castillo del cual no podía escapar. Él le habló sobre sus hijos con entusiasmo y de su mujer fallecida como quien lo hace de un antepasado lejano. Ella de su trabajo y de sus hijos. A su marido lo describió como quien lee el instructivo de un artefacto eléctrico. Vicente no dijo nada y el silencio los envolvió nuevamente. Cruzaron sus miradas, ella con ansiedad, él intentando escudriñar su alma.


- Debo irme – interrumpió ella cuando vio la hora.


Vicente no pudo ocultar su desazón y se pusieron de pie. Se despidieron con un “chao, nos vemos el lunes”.


Luciana se alejó lentamente y pensó en todo lo que se piensa cuando la vida da un giro, en las mil posibilidades que se abren y que nadie toma por temor o comodidad. Pensó en ella. Vicente estaba allí, de pie, mirándole de la forma que le gustaba que la mirara, sonriéndole de la forma que le gustaba que le sonriera, estando allí para ella como todos los días de la semana durante un minuto. Giró.


- Veámonos también los sábados. Todos los sábados – y se alejó, sin mirar atrás. 

No hay comentarios: