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martes, 10 de abril de 2012

Leer

Hace muchos años, una querida y hoy extinta profesora de Castellano, me obligó a preparar, todas las semanas, un capítulo de El Quijote de la Mancha y exponerlo frente a mis compañeros de curso. Sabía que doña Eriegema Allende, en el fondo me estimaba, aunque yo no lo reconociera sino mucho tiempo después. Así, todos los lunes leía mis fichas de resúmenes y personajes preparadas en las angustiantes últimas horas del domingo. Ese año, el de mis dieciseis inviernos, comencé odiando todo lo relacionado a las letras, pero al final vi que en realidad no era tan malo.

Recuerdo porque estoy sentado en el silloncito de mi pequeña biblioteca, ojeando el mismo Quijote de aquellos tiempos y otras obras que han venido después, libros todos diferentes cuyo valor mido por la cantidad de comentarios, anotaciones, subrayados y párrafos destacados con papelitos de colores; por las emociones que revelaron y las reflexiones que emergieron luego para convertirse en ideas que fueron parte de mi vida.

No hay nada más gratificante que ver la historia intelectual de uno graficada en las páginas a través del tiempo. Historia que cambia y que mucha veces es contradictoria al punto de disponer la situación de enfrentarme conmigo mismo.

De un amigo y antiguo colega copié la idea de marcar las páginas con boletas de compras; cuando las leo después de tanto tiempo, revivo aquel momento de una forma diferente. Es que una caligrafía (esos años, los recibos eran escritos a mano por el dependiente de turno), una fecha o el total de una cuenta tienen el poder de evocar lo que a la memoria le es muy difícil por si sola. El empujoncito de una frase tan ridícula como "catamos pasmosa trifulca de miembros" trae a la luz la trama de toda una obra, junto a la carcajada asociada a la remembranza; el nombre de Thomas Nagel y Mario Bunge me regalaron una estructura completa de pensamiento que seguí por varios años; "Second Nature", me recuerda la primera vez que entré a la ciencia del cerebro y el fenómeno del conocimiento. Asimov y Herbert, me maravillaron sobre las posibilidades de la imaginación y ellos, junto a Tolkien, permitieron reconciliarme con la Biblia, que había dejado de lado por las incongruencias de sus voceros. "Las Máscaras de Dios", de Joseph Campbell, amplió toda mi cosmovisión a límites que jamás podría haber calculado. Eco se rió de las ciencias ocultas y los fenómenos paranormales en las quinientas páginas de su Péndulo y Daumal estuvo apunto de embaucarme con su mundo analógico. 

Otro amigo, muy intelectual, me mostró el camino del pensamiento actual que se imparte en las aulas de los doctorados del primer mundo. Gracias a él comprendí un comentario que había escuchado años antes y que puede resumirse así: "dime cómo organizas tu biblioteca y te diré cómo piensas". Otro, vate que vive dictando clases de español en colegios americanos esparcidos por el mundo, me abró al mundo de la poesía de Rojas, Lihn, Rohka, Parra, Vallejo y Paz.

Hace algún tiempo me inscribí en un curso de redacción creativa y redescubrí lo que mi profesora, tantos años antes me obligó a hacer, pero ahora con Shakespeare, Melville, Poe, Milton y varios más. Fueron meses fecundos que leí, también, sobre densa filosofía: Niklas Luhman y sus modernidades; a los Bhaskar, Latour, Augé; La Estructura de la Realidad del científico de apellido Deutsch me desafió y sumergió en debates interminables alrededor interminables botellas de ron. La teoría de la Comunicación Humana de Watzlawick me retrotrajo unos años y recordó la primera lectura que le hice en la playa y una segunda en México, cuando era un universitario soñador.

Es que releer también sorprende, las emociones se activan. Cicerón y su sueño encarnado en el buen Escipión, alrededor de aquellos café cortados conversados en el Drugstore de Providencia, exigían una lectura mayor a lo que Coelho y sus libritos de autoayuda permitían comentar.

Un día, planié con entusiasmo mi propia obra, aun inconclusa, en una mesita de madera, rodeado de infinitos anaqueles de libros nuevos y usados en Polanco.

Somerset Maugham y su ficcionada historia de amor de Machiavelo me enseñaron, entre la lluvia y el frío invierno de Londres, en una librería de viejo, afuerita del Museo Británico, la economía de la prosa, a pesar de sus tantas páginas.

Economía de prosa, economía de palabras. Esa parece ser la clave de toda buena literatura, sea la que sea. Leer miles de páginas en las que cada párrafo dice algo, es un placer. Como también es odioso hacerlo con cháchara vacía, Los sonetos de Shakespeare son cortísimos a pesar de su extensión. Los soliloquios de Parra impiden despegarse de la tipografía que avanza verso a verso. Deseamos que el eterno relato de Ana Karenina nunca termine, y el terror de las novelas góticas de Henry James y de Antal Szerb duren más que la noche que las acompañan. El económico Chéjov se hace infinito en La Dama y el Perrito y, por qué no, las páginas de La Guerra de Tronos se leen y releen más rápido que el tiempo que demora uno hacerlo.

Todo lo que soy como lector comenzó un día lunes, hace casi veinticinco años, cuando doña Eriegema Allende decidió darme la lección de mi vida, en uno de los actos pedagógicos más importantes que me han regalado: leer, comprender, resumir y exponer.

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