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miércoles, 21 de septiembre de 2011

Las Razones que la Razón desconoce

Hace muchos años vivía en un pueblo un muchacho cuya madre confeccionaba ropa en un pequeño taller. Tenía unos trece años. Su padre había muerto de una enfermedad que hoy no existe y por eso su madre se la pasaba día y gran parte de la noche trabajando. Él le pedía que se quedara más tiempo en casa, pero ella no podía hacerlo, debía trabajar para poder llevarles comida y educación a él y sus cinco hermanos menores. El muchacho era muy inquieto y curioso y en el poco tiempo que le quedaba después de sus deberes se dedicaba a inventar juguetes y mecanismos de todo tipo usando los materiales que tenía a su disposición. Amaba a su madre, quería que estuviese menos tiempo en el taller, que descansara y compartiera más con ellos. Un día decidió que podría hacer algo al respecto y se puso a trabajar en una máquina que produjera más prendas en el mismo tiempo.

Trabajó día tras día hasta que la tuvo. Se la regaló y ella comenzó a usarla. Tan bien funcionó la máquina que se hizo famosa no solo en el pueblo, sino en los alrededores. Sus vecinas, que también eran sus amigas, le pidieron que le enseñaran el oficio y ella no solo lo hizo sino que incentivó a que su hijo fabricara algunas adicionales y se las vendiera.

Pasó el tiempo, creció la familia y también el negocio. El negocio de todos. Los compradores venían de todas partes y pagaban cada vez más por los productos que allí se producían, lo que les permitió elevar cada vez más los salarios y condiciones de vida a sus habitantes. Ellos también comenzaron a darle mejor alimentación, seguridad y educación a sus hijos, algunos de los cuales se dedicaron a continuar el negocio de sus padres y otros a cultivar diferentes oficios; la población había crecido y se necesitaban médicos, albañiles, carpinteros e incluso comerciantes profesionales que pudieran administrar el flujo creciente de dinero y bienes que se transaban.

Algunos de ellos comenzaron a incursionar en las artes y la filosofía. Estos últimos se preguntaron por qué esperar la muerte para tener una mejor vida, por qué depender de una iglesia que dictaba lo que se debía hacer para ganarse el derecho de una vida eterna. Bastaba solo con mirar un par de generaciones atrás y darse cuenta que la edad promedio se había casi duplicado, que las artes y el conocimiento llegaba a más gente, sobre todo desde que los libros se producían en serie, tal como hace varios años había sucedido con la ropa.

Hasta ese momento, los gobernantes se mantenían al lado de esa Iglesia abusando de uno de los principales motores de la vida: el miedo. Los primeros aseguraban la protección ante los invasores bárbaros y los segundos la protección del sufrimiento eterno, todo a cambio de lealtad y pago de tributo. Las autoridades les recordaban, utilizando diferentes métodos, que ni la tierra ni su alma les pertenecían.

Pero el día en el que la autonomía y el sentido de propiedad se apoderó de los corazones de sus siervos, comenzaron los problemas. Lo que habían hecho les pertenecía. Ya no eran ni tierras ni simonías, sino el producto de su esfuerzo el que decidieron proteger.

La primera víctima fue la fe: ¿fe en un dios que oprime, que amenaza mientras sus guías espirituales se comportan peor que los reyes? ¡No!

Los pobladores de la pujante ciudad se rebelaron. La iglesia le pidió a su aliado reaccionar y castigar a los infieles, pero el rey y sus príncipes dudaron. Quedarse sin los jugosos impuestos que esta gente le reportaba era muy riesgoso: ¿cómo mantener al ejército, la corte, a los cobradores de impuestos y a ellos mismos?

Pero ya era tarde, en sus corazones esos hombres y mujeres se sentían libres.

Miraron a su alrededor y se dieron cuenta que la balanza estaba desmedidamente a favor de ellos. Los señores de las tierras no eran dueños de las cosas que los hombres habían inventado.

El fruto de su valor no era parte de los derechos del rey y sus cortesanos.

Entonces las ideas siguieron germinando, ya no en el orden del bienestar, ni la educación, ni la seguridad, sino de la libertad y de la autonomía.

Los intelectuales del pueblo visitaron el pasado y recuperaron Grecia y Roma, no solo en las artes y las ciencias, sino en el modelo de gobernancia: república, democracia y libertad. Los valientes y los idealistas se rebelaron contra el régimen. Los nobles vieron rodar sus cabezas antes de cerrar los ojos y con ellos la monarquía del cielo y de la tierra se deshizo.

Comenzó la era en la que los herederos de ese muchacho que amaba a su madre dominaron el mundo. Un mundo que está demorando más de doscientos años, dos guerras mundiales, miles de conflictos pequeños y ambiciones propias del género humano en consolidarse como una verdadera sociedad mundial.

¿Ese muchacho habrá sido alguna vez consciente que su motivación, ingenio y dedicación cambiaría el mundo?

No creo.

3 comentarios:

robinmelina dijo...

Hermoso retrato de la diferencia entre querer cambiar el mundo y lograr cambiar el mundo. Felicidades y me encantó.

robinmelina dijo...

Hermoso retrato de la diferencia entre querer cambiar el mundo y lograr cambiar el mundo. Felicidades y me encantó.

Benjamin Edwards dijo...

Gracias! siempre me he preguntado las motivaciones verdaderas que impulsan a la gente a hacer las cosas y las consecuencias que generan...