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viernes, 10 de junio de 2011

Mi primera vez

El destino decidió darme una oportunidad en mil novecientos noventa y tres, a mis veintidós años de edad, a tres meses de haber ingresado a mi primer trabajo formal en una agencia de publicidad.

Ahora pienso que me quería gastar una broma bastante pesada.

El director de cuentas, cuyo nombre no recuerdo, estaba no habido hacían ya varios días; la ejecutiva de cuentas, mi jefa, había hecho demostraciones extremas y muy meritorias de una incompetencia difícil de igualar y, bueno, ya que los directores generales no pueden aparecer como operarios, mi ascenso en la agencia fue inmediato.

La celebración se produjo en medio de la más importante campaña del año. Se trataba del lanzamiento de un nuevo modelo de Daewoo, a la guisa, la mayor revelación automotriz de la última década en Chile.

"Benja, con Marcelo hemos decidido que tú harás la presentación de la estrategia de campaña", dijo la bella mujer, directora y socia, junto al argentino, director creativo general de la gran agencia transnacional en la que me pagaban hasta hacía unos minutos por sacar fotocopias. Mi corazón se aceleró, quedé mudo y, ante la sonrisa de ambos, acepté con un torpe movimiento de cabeza. En la puerta de la oficina pregunté cuándo sería mi debut: “mañana a las ocho de la mañana, tigre”, fue la respuesta.

En un comentario de pasillo me dijeron que la relación con el cliente estaba mal, en realidad la relación entre el gerente comercial y la jefa siempre había estado mal porque ella lo ninguneaba segura que su relación familiar con el presidente del directorio mantendría el negocio en la agencia tan firme como los lazos de sangre que los unían. Ante la insistencia de su hombre de confianza, el primo se vio obligado a dar un ultimátum a la prima.

La salvación o la condena se resolvería después de la presentación de la campaña.

Nos sentamos frente a un computador. Ella estaba tan divorciada de la tecnología como de su primer marido. Esbozaba en un papel en blanco las ideas que tenía y comprendí el poder de su belleza.

De lo único que puedo enorgullecerme de esa tarde de trabajo fue haber inventado un sistema de diagramación basado en Word y PageMaker, al que bauticé posteriormente como WordMaker.

Gracias al WordMaker obtuvimos un hermoso documento.

Que no duró mucho.

Al final del día me fui a casa con la presentación en mano para estudiarla. A medio camino reflexioné si podría presentar con soltura las ideas ajenas que estaban plasmados en las filminas que cargaba conmigo(*).

El corazón se aceleró. Una idea saltó a mi mente y, aunque traté de descartarla mediante poderosos argumentos del tipo “la responsabilidad es de ella, me lo aprendo de memoria y recito de paporreta todo” o “qué chucha, para lo que me pagan, que se coman su problema” o “tendré otras oportunidades para demostrar lo que valgo”, mis piernas se desviaron unas cuadras y me dejaron en la puerta del Jumbo. Compré unas filminas, un par de plumones y enrumbé a mi casa decidido a cambiar la historia.

Invadido por un impulso incontenible que me daba la seguridad de tener una idea clara me puse a escribir, dibujar y diagramar los contenidos que había masticado todo el día y que mi jefa los descartó por considerarlos poco oportunos, riesgosos o, simplemente, por no entenderlos. Como si perteneciera a Nostradamus, mi mano se movió automáticamente hasta las doce de la noche que fue cuando mi madre bajó por última vez para constatar que no me había vuelto loco.

Al día siguiente llegué una hora antes a la oficina, preparé la sala de reuniones, dispuse el retroproyector, lo probé y me fue a la esquina a comprar un café. Mi corazón estaba acelerado, mis piernas y mi voz temblaban.

Al regresar, coincidí con el gerente-comercial-que-nos-odiaba. Levantó la ceja izquierda en señal de saludo, siguió adelante como si se tratase de su casa y se sentó en el sitio dispuesto para él. A los pocos minutos la sala de reuniones estaba llena. Los saludos de rigor y los comentarios ocurrentes siempre bienvenidos de los creativos distendieron un poco el ambiente.

Pero no fue suficiente.

Nadie me conocía. Ellos eran muy importantes y yo demasiado insignificante para que se hubiese producido una intersección en nuestras vidas. Ella, la bella, me presentó como Benjamín, sin apellido. La vi nerviosa y encantadora por primera vez con el gerente-comercial-que-nos-odiaba. Él se mostró complacido, aunque su rostro se mantuvo rígido.

¿Plan B o Plan A?, ¿Ser o no Ser?, esa era la cuestión.

Decidí Ser.

Saqué de una carpeta las filminas. Puse la primera, escrita a mano. El proyector estaba apagado. Ella dio el “go”, se apagaron las luces de la sala y se prendió el foco que proyectó la portada escrita que decía “estrategia de marca para Daewoo Heaven”. Todos se miraron. Marcelo aguantó una carcajada, la dupla se miró, ella abrió los ojos como un sapo y los clientes se quedaron impertérritos. Estuve a punto de decir “disculpen señores, me equivoqué de presentación” y regresar al Plan A.

No lo hice, y avancé mientras el silencio del auditorio se convirtió en conversación, discusión, acuerdos y desacuerdos sobre lo que estaba escrito en las láminas, sobre lo que yo decía y afirmaba. En un momento todo se suspendió. El gerente-comercial-que-nos-odiaba pidió traer el diario de hoy, de ayer y de toda la semana para corroborar las cifras y noticias publicadas. “Estás equivocado”, me había acusado directamente mirando a la jefa, “esas no son las cifras de ventas del mes pasado”. Yo respondí que sí lo eran, que había sido publicado en el diario, que si el diario publicaba algo mal no era culpa mía ni de nadie de la agencia sino de la fuente. Marcelo se rió fuerte y el presidente-del-directorio-primo-de-mi-jefa lo siguió. Y las cifras me dieron la razón.

Tragué un litro de agua mientras los demás discutían ahora animadamente, incluso el-gerente-comercial-que-nos-odiaba.

La presentación fluyó después y los creativos se lucieron con una estupenda campaña que fue aprobada de forma unánime. Cada uno había cumplido brillantemente su rol en la reunión.

Sonrisas, comentarios, felicitaciones de pasillo, promesas de almuerzos futuro y la despedida.

En la misma puerta donde me había saludado despectivamente un par de horas antes, ahora el gerente-comercial-que-ya-no-nos-odiaba preguntó por mi apellido, me dio la mano y me felicitó por la presentación.


¿Y yo?, me convertí en alguien.









(*) En aquellos años, no existían (al menos en Chile) proyectores multimedia, lo que nos obligaba a presentar todo con elaboradas filminas que eran proyectadas a través de unos armatostes tan pesados como máquinas de coser llamados “retroproyectores”. El proceso de elaboración era ardoroso y existían dos formas de hacerlo: imprimir en una hoja con texto o gráficos que salían de una computadora y luego fotocopiar ese documento en una filmina para luego proyectar o dibujar/escribir directamente sobre ella a mano con unos plumones especiales para luego proyectarlas.

4 comentarios:

Robby! dijo...

Qué excelente artículo Benja!
Vaya aventura! Faltaría saber qué fue lo que te dijo Bella luego de la faena. Qué curiosidad.
Hace poco, en la mudanza, encontré en mi caja de cosas viejas, varias filminas: qué tiempos.

Benjamin Edwards dijo...

Julio Flores estuvo allí! Limpiando un poco de ficción reconocerá la situación !

Zejo dijo...

Esa historia se me hace familiar. Creo que supondrás por qué. Bello texto, de las grandes aventuras personales que uno tiene y se esconden en la cotidianidad.

Parlamos.

Z

Vero Edwards dijo...

Te imagino e imagino todos esos lugares que describes....claramente "tu gran primera vez" jajaja besos bro!