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viernes, 26 de abril de 2013

Dedicatoria de Misa


La iglesia estaba piadosamente iluminada por unas ambiciosas lamparitas de techo que amplificaban la luz mortecina de los focos, lo suficiente para darle a la nave el aspecto lúgubre que necesitaban los feligreses para abstraerse y llamar a Dios en su interior. “La liturgia del día de hoy la dedicaremos a las almas de Jeremías Lagos, Marta Miranda, Rodolfo Cienfuegos y Sebastián Lohengrin”. No me hubiese llamado la atención pedir por los difuntos recién estrenados en el limbo, de no ser porque uno de ellos era yo. La sorpresa se confundió con la aceleración de mi corazón. Me habían nombrado entre los muertos y lo primero que hice fue comprobarme aquí. Me observé, miré mis manos: aquí estaban. Los pies intermediados por la barriga que interrumpía, también. La cabeza estaba en su sitio, también las orejas. Escuché mi respiración: exhalaba e inhalaba. Sentados en tercera fila había cuatro personas, dos de ellas mayores y una menor con su hijo. Mi mente quedó en blanco. Parpadié y observé mi alrededor como quien lo hace con una foto a la que el tiempo no oxida. La figura del sacerdote era tan vieja como la misa. Los dos acólitos, ambos ancianos, reflejaban en sus rostros la inocencia del eterno joven que está por iniciarse en los misterios del mundo. Una señora, que simulaba una madurez avanzada, caminó hacia el púlpito cabizbaja, con las manos rugosas apoyadas en su abdomen murmurando una plegaria indescifrable. Recitó de memoria la primera lectura, alguien más leyó la segunda y el sacerdote siguió con el evangelio y la homilía. La voz del sacerdote era dulce y armoniosa y causó en mí una especie de sopor hipnótico que elevaba el sentido de las cosas a una zona sin nombre, sin imagen, como la sensación que produce un masaje en los pies o el agua de la ducha en la nuca. “Señor te rogamos por las almas de Jeremías Lagos, Marta Miranda, Rodolfo Cienfuegos y Sebastián Lohengrin. Roguemos al señor”. Regresé violentamente. Lo que había creído una equivocación, se había confirmado. “Te lo pedimos señor”, respondió el público, entre quienes logré reconocer la voz de mi madre. Voltié. Sentadas más atrás estaba ella, mi padre, mi abuela, mi padrino Alberto y mi nana que me crió de niño. Levanté la ceja derecha y la mano, pero ellos no me vieron, estaban absortos en la figura del Cristo crucificado y la imagen de la diosa madre que flotaba a su derecha. Están muertos, me dije. Todos ellos murieron, ¿qué hacen aquí? Los sonidos desaparecieron y unas motas albinegras emergieron del fondo de mis párpados y se movieron como agua en hervor. Al abrirlos, los puntos se fundieron en todo. El Cristo crucificado ya no tenía figura pero encarnaba todas las que había visto en los años de curiosidad religiosa: Marduk, Osiris, Apolo, Mitra, Buda… Luego mutaron para convertirse en mis tres hijos, que eran solo uno: yo. “En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Entre los velos opacos que habían cubierto todo, sentí los ojos del sacerdote mirándome directamente: “amén”.

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