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martes, 5 de julio de 2011

El bar que forjó mi amor por los bares

City era el nombre de un hotel muy antiguo de estilo gangsteril, gris, con gorgonas que salían de sus esquinas como advertencia para las almas de buena voluntad.

Se elevaba sobre la calle Compañía, a media cuadra de la Plaza de Armas de Santiago.

Tenía dos puertas de acceso, una que daba al lobby y recibía a viajeros de provincia y la otra que llevaba al mismo lugar, pero a través del bar. Era antigua y giratoria, de madera y bronce, pesada, difícil de mover y tramposa. Si uno no pertenecía al mundo del bar del City, quedaba descubierto en la misma entrada.

En su interior, el tiempo retrocedía tres siglos, lo que generaba la extraña sensación que todo el edificio se hubiese construido de adentro hacia afuera.

A la derecha, se extendía un grupo de pequeñas mesas de madera tosca y gruesa, con sillas que jamás hubiesen aceptado un cojín. Un poco más atrás de subía a un pequeño segundo piso por una escalera que crujía y se iluminaba por una serie de ventanas delgadas de vidrio de colores que le daban un toque de eclesiástica solemnidad.

Hacia la izquierda se extendía la barra. Ella sostenía todo el mundo como si fuera su columna vertebral, de madera dura y noble oscurecida por los años y el uso pero que brillaba siempre para recibir a sus clientes. En una de sus esquinas se posaba una antigua máquina registradora, manejada hábilmente por la cajera que no solo se preocupaba de recolectar los dineros, sino de sugerir el plato que mejor le había resultado al buen cocinero ese día.

Durante los quince años que lo visité fue atendido por el mismo barman que a esa altura superaba la edad que uno puede calcular. El respeto por su oficio - se dice que recibió el bombardeo a La Moneda detrás de su mesón - y la calidad de sus clientes - ilustres empresarios y ejecutivos de la Bolsa y no menos encopetados bohemios y artistas - le obligaba a ser discreto, hacer las preguntas correctas y siempre ofrecer un trago más una vez el vaso se vaciaba. Ninguna botella estaba sellada, ni tampoco vacía. Era evidente que siempre eran reemplazadas por otras y su contenido permanecía en eterno movimiento.

Una y hasta dos veces por semana íbamos al Bar del Hotel City con mis amigos y colegas de la agencia mientras trabajé en Chile. Se había convertido en un hábito que comenzó como una humorada y luego continuó como el peregrinaje al lugar donde las ideas, las conversaciones y la vida discurrían alegre y creativamente como hasta ahora solo en pocas ocasiones vuelvo a experimentar. Pasábamos horas, el tiempo se detenía y llegamos a pensar que todo lo que había dentro, incluyendo el barman y la cajera, siempre habían estado allí.

Hace unos años, cuando quise regresar a disfrutar un bourbon, me enteré que el barman había muerto y el hotel cerrado.

La vida discurre y las experiencias quedan impresas, sobretodo en quienes viven de ellas.

2 comentarios:

Jose Prinz dijo...

me has hecho regresar a esos momentos preciosos de mi vida! ja. Salud por ello!

Benjamin Edwards dijo...

Salud!